Los moradores de la corriente de la rutina de la ciudad, al verlo, despiertan de algo y se dicen, reconfortados, que por ahí va un tío con un jamón.
Un jamón, me digo, es tan necesario: es un arma cargada de futuro, tanto o más que la poesía, según Celaya emparenta con la bota de vino y con la caña de lomo, que también son tangenciales con abundancia. No sé para qué puñetas quiere la gente, seis terabytes de espacio en la nube, pudiendo tener un jamón. El jamón está en la cima de todas las pirámides de nuestras necesidades, allá en lo alto, cerca del cielo. Pienso en ese hombre que lo posee, acaso llegando a su casa antes de la cena, y enseñando su tesoro por sorpresa <Mirad lo que traigo!>, recuerdo a los que no han tenido jamón, que son los que no han tenido nada. Una Nochevieja en que en la mesa no había para cenar, Poli Díaz, harto de su miseria, entró a robar una pata en el Museo del Jamón y salió corriendo con ella. El jamón era de plástico. El jamón es escaso y no siempre se tiene, por eso hay que alegrarse del que lo lleva y pegarle ovaciones por dentro conforme pasa. Decirle: —ole. Yo lo defenderé contra los envidiosos, los animalistas, los dietistas, el «nutriescore» de Garzón y todos sus enemigos que son, desde este momento, también los míos.